viernes, 27 de agosto de 2010

Gravedad en las 4.40

Desde bien pequeña en el colegio me enseñaron lo que significaba la gravedad -Ley de la Gravitación Universal de Newton-. Cada vez que un bolígrafo, estuche, hoja de papel o mochila se caía al suelo, la profesora, muy astuta en cada momento, decía "la gravetat..." (gravedad, en castellano). Nacida en Valencia pero castellano parlante, cuando era pequeña mis padres decidieron apuntarme a un colegio laico, con una educación plenamente en catalán (lengua de donde nacen las variantes dialectales como viene a ser el valenciano, catalán central o balear) y como alternativa para que creciera durante 11 años envuelta en la lengua propia de mi ciudad, lo cual, con el transcurso del tiempo, me he dado cuenta que ha sido enriquecedor. Así que ahora, a parte de hablar valenciano, puedo recordar que la fuerza de que los objetos caigan con aceleración constante en la Tierra y la fuerza que mantiene en movimiento los planetas y las estrellas es la de la misma naturaleza. Pero debido a la rotación de la Tierra, los cuerpos experimentan una fuerza centrífuga que varía según la latitud. 

Entonces, cuando el boli, estuche, hoja de papel o mochila caía desde una latitud X su velocidad dependía de la distancia que recorría pues ésta era más bien corta. Sin embargo, ¿qué ocurre cuándo el cuerpo cae de una latitud de 12000 pies (3.657,6 metros)? Pues que se vuela a una velocidad de 200km/h. Y si esto es verdad, el pasado lunes experimenté unos 45 segundos de caída libre a una velocidad de 200 kilómetros/hora. ¡Vaya pasada! Y ¿puede eso ser verdad? ¡Sí! y tan verdad...

Mientras sigo mi periplo por New Zealand, el pasado lunes 23 de agosto me di un homenaje y visité un pequeño pueblo al sur-oeste de la isla sur llamado Queenstown. Su extremada actividad da pie a la 'capital del mundo de aventuras', como se hace anunciar en agencias de viajes, folletos y anuncios varios como resort tanto de verano como de invierno. De este mismo modo, Queenstown se convierte en una pequeña ciudad dinámica de unos 8.500 habitantes.  Esta región fue descubierta en 1850 por unos ganaderos que pasaban por la zona. Pero no fue hasta pasados 12 años cuando dos esquiadores encontraron oro a orillas del río Shotover y en tan sólo un año, pasó a ser un auténtico pueblo minero. Cuentan que la belleza de esta región impresionó tanto que el Gobierno neozelandés debía poner un digno nombre dónde sólo una Reina podía vivir en ella. De ahí: Queens (reinas) y Town (pueblo): Queenstown.

Como tenía entendido en esta villa podría disfrutar de unas pistas de esquí con vistas realmente alucinantes. Así que me embarqué en la idea de esquiar por unos días en pleno agosto ya que me resultaba exótico y diferente. Sin embargo, cuando uno viaja solo, la aventura es tan imprevisible que aunque se planifique el hospedaje, los días, el transporte y algunos extras, hasta que no se llega al lugar, no se sabe lo que va a pasar. Y efectivamente eso es lo que me ocurrió. El mismo día que llegaba a Queenstown me reunía con unos amigos chilenos que estaban por la zona, quiénes me llevaron a unas piscinas de agua fría, caliente, chorros, corrientes, toboganes y algunas pijadas más. Todo ello por un modélico precio aunque el estar allí era un auténtico lujo con vistas a montañas nevadas y un cielo cubierto. 

Ahora bien, estaba a punto de experimentar mi gravedad sin yo saberlo. Tras pasar una apacible noche, relajada y entusiasmada, a la mañana siguiente me dirigí a la oficina de información, pregunté por actividades extremas y la recepcionista, muy buena en su trabajo, me aconsejó que "sin duda, necesitaba hacer algo realmente crazy pues lo veía en mi cara". Ya os lo he dicho, muy buena comercial, me convenció y una hora más tarde iba rumbo al complejo aéreo para poder volar. O lo que es lo mismo hacer skydive (paracaidismo). Un equipo de instructores realmente profesional, me equiparon, me dijeron que debía hacer en el momento del salto, bebí agua, café y fui al servicio 3 veces. No podría describir la sensación que tuve por 45 segundos, volando a 200kilómetros/hora. La latitud era de 12000 pies y mi caída de extrema velocidad. De una cosa estoy segura y es que el tiempo de vida se me paró y sentí que el movimiento de la tierra se aceleraba pues era yo que descendía a gran rapidez. Un vacío se apoderó de mí y tras pasados escasos segundos ya simplemente quería volar. 

Nunca creí que unos ridículos 45 segundos podían durar tanto ni tampoco que en ese largo intervalo me pudiera invadir la euforia, la locura, la incertidumbre, la alegría, el alucine, el 'acojone' pero al mismo tiempo que no me invadiera nada.

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S. Aparicio Ramírez

miércoles, 4 de agosto de 2010

Azul oscuro grisáceo

Desde un pequeño montículo de arena fina y húmeda, en la playa Saint Kilda se puede oler y respirar el aire más puro de Dunedin. Se trata de una playa larga, muy larga, donde en un punto, no sé cuál exactamente, llegas a la playa Saint Clair. En ella encuentras un paseo y una decena de cafeterías, padres con los niños jugando en los columpios y gentes paseando su animal doméstico. Y bien domesticados han de estar estos perros porque quien tiene uno debe educarlo para que, en cada momento que sea llamado al orden, obedezca todas sus instrucciones. Porque quizás el animalito en el momento de acercarse a un extraño y tras los silbidos provenientes del amo, deberá correr y regresar con él para ser atado a una correa. Tras tenerlo, el propietario, sonriendo y acudiendo en busca de las víctimaspedirá disculpas por las molestias causadas. De lo contrario, si éste no pidiera dicho perdón, probablemente, fuera denunciado y cuya mala acción le llevaría a asumir una multa acorde a las circunstancias. Es por eso que cuando vienen a la playa en días soleados como el de hoy, aprovechan y se traen al animalito para que corra, juegue y nade libremente en un espacio amplio como este. Eso sí, aunque el día sea soleado, los perros y algunos otros más aventurados son los únicos que se atreven a entrar en el agua congelada, salada y revuelta.


Un mar revuelto que sin querer uno pierde el rumbo entre olas, espuma y brisa. Mientras se oyen chiflar las gaviotas impertinentes y aunque se aglomera un sinfín de ruidos y revuelo se puede ver como, a parte de los perros, algunos otros aventurados se sumergen en el agua con trajes de neopreno para surfear. Los folletos dicen que uno no puede escapar la oportunidad de meterse en el agua y probar hacer surf en la playa Saint Clair. Normalmente las olas grandes y las que se pueden disfrutar llegan de madrugada y eso, aquí, puede ser alrededor de las 8 de la mañana. Este gran cielo que cubre New Zealand asombra por su escasa luz en temporada invernal; sus atardeceres llegan entre las cinco y las seis de, la tarde española pero, la noche neozelandesa. Entonces sobre las siete de la noche, familias, estudiantes y comerciantes se repliegan en sus casas con calefacción o fuego en marcha para cenar. En este momento, el día ya ha caído y Dunedin se vuelve desértica por unas horas más ya que al terminar la cena, llegará el momento de acudir al supermercado para comprar algunas chocolatinas, chips, coca-cola o helados. Y para ello no hace falta irse muy lejos pues en el centro de la ciudad hay dos grandes almacenes abiertos hasta las 12 de la noche. Pero con las noches heladas, muchos se escapan y adquieren los caprichos en apenas cinco minutos pues conducen hasta el lugar. Así que no asombra ver a más de una en pijama, con chaquetas de plumas o zapatillas de ir por casa.

Mientras tanto, y tras ver esto continuamente, empiezo a creer que he perdido las costumbres mediterráneas, las cuales a veces, tanto añoro. Por un lado, es bien cierto que la forma de alimentarme es completamente diferente, por horarios, platos e ingredientes y aunque quisiera tener sobre mesas, hablar y conversar con mis compañeras de piso, muchas veces hay algo que me lo impide pues éstas sólo se limitan a ver la televisión mientras comen, fijadas en un programa o serie televisiva diferente. Entonces, la interacción se perdió desde el minuto cero. Y por otro lado, porque el mar, que se muestra en la foto, es salvaje e infinito. Su olor es penetrante, sus olas más altas y grandes y bueno, su color es de un azul oscuro grisáceo que no me deja distinguir el cielo del agua. Y cuánto más trato de averiguarlo, creo empezar a navegar marea adentro surcando el fin del mundo.


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S. Aparicio Ramírez

Buenos días mundo

Me comentan que estos días está lloviendo y hace feo en Valencia y que, incluso mejor porque así no entran más ganas, aún si caben, de salir...